“La mejor manera de librarse de la tentación es caer en ella”.
(Oscar Wilde)
Yo pensaba que era un buen muchacho.
Todos piensan que son buenas personas hasta que llega el momento de comprobarlo o desmentirlo.
Y yo pensaba que era bueno.
Corría el recreo en algún día y mes del año 1987 y estaba en tercero de media. Luego de jugar fulbito con mis amigos nos acercamos al kiosko a comprar una gaseosa. Ese lugar siempre rebosaba de una gran variedad de productos, entre galletas, caramelos, bebidas, sándwiches y helados.
Los benditos helados.
Aquel día descubrí que la idea que tenemos de nosotros mismo puede cambiar en cualquier momento.
Quizá impulsado por las ganas de resaltar y llamar la atención, un amigo muy avezado, en un momento de distracción del señor que atendía, saltó al interior del kiosko, abrió la congeladora y sacó una caja llena de helados Donofrio. Eran unos de palito con dos sabores de crema.
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(Cada vez que veía los vladi-videos cuestionaba y criticaba el actuar de los personajes que por allí desfilaron, ¿cómo es posible que hayan actuado así?, ¿cómo han podido recibir dinero ilegalmente?, los recriminaba sin saber que solamente estaban siendo seres humanos promedio, ni más buenos ni más malos que los demás).
Todo el mundo empezó a gritar de la emoción y, tal cual pirañas del río Amazonas, nos lanzamos sin pensar a querer tomar una porción del botín.
El ambiente era de risas y alegría. Allí estábamos unos 10 alumnos disfrutando de la crema Donofrio sintiéndonos impunes e inmunes a cualquier norma, siendo los “pendejos” del colegio.
Está demás decir que la alegría duró poco. A los minutos de iniciar la siguiente clase entró el director y preguntó por los que habían tomado lo que no les correspondía.
Si bien fuimos choros ese día, también es de aclarar, que éramos honestos. Todos y cada uno de los involucrados nos levantamos y nos declaramos culpables.
Mientras caminábamos hacia la oficina del director imaginamos que ese iba a ser nuestro último día en el colegio. Cada uno habrá estado pensando también en el castigo que iba a recibir de sus papás. Adiós al fútbol por varios meses, fue lo primero que temí. El mundo se caía a cada paso que nos acercaba al fondo del infinito corredor.
Por obra y gracia del espíritu santo nos pusieron “solamente” la papeleta amarilla, que era una suspensión de 2 días y salir jalados en conducta ese bimestre. Pedí perdón a mis papás, quienes fueron comprensivos con mi actuar adolescente e impulsivo. Yo expresé mi arrepentimiento y prometí no volver a atentar contra la propiedad privada.
Han pasado más de 30 años de ese episodio y sigo pensando que recién conocemos nuestro verdadero ser en los momentos en que estamos a prueba, en el abismo a punto de caer en la tentación, cuando las papas queman. Antes de ello, solo seremos seres sociales contenidos.
Quiero pensar que ese aprendizaje colegial me ha durado hasta hoy y perdurará para toda la vida, pero por si acaso cada vez que veo una caja de helados Donofrio cambio de rumbo y salgo corriendo, para estar lejos de la tentación…